La Locomotora Fragorosa

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estacion manzanarEscribe: Luis Valenzuela Castillo

Apertrechado con tres magníficos libros que conseguí para atenuar las largas horas de viaje entre Vallenar y Santiago, inicié la lectura apenas partió el bus. Todos de la colección del gran escritor nortino Hernán Rivera Letelier uno de mis favoritos, comencé la lectura con el titulado “Los Trenes se Van al Purgatorio”, magnífica obra en la que el autor describe minuciosamente los pormenores de un viaje del “Longino”, ese mítico tren que en una aventura mágica, partiendo desde La Calera atravesaba todo el Norte Chico, se internaba sin temores culebreando entre cerros y quebradas por Atacama para luego adentrarse en el gran desierto Atacameño, el más seco del mundo. Después de tres días llegaba a Iquique con un cúmulo de aventuras y de un cuanto hay.

Impresionado por las enormes hélices del parque eólico de Canela Baja, aproveché de hacer un alto en la lectura del libro, mis brazos se habían agarrotado debido al esfuerzo de tenerlo levantado para que mis ojos pudieran distinguir la pequeña letra de sus páginas, pero ya estaba prácticamente en el final y me quedé con esta parte, la más sustancial a mi manera de ver, de esta magnífica obra de Rivera Letelier.

“Ya no correrá más el tren trepidante, ya no piteará más su pito ronco la locomotora fragorosa, no repicará más su campana de iglesia rodante. Ahora vendrán y levantarán los rieles, y los clavos de línea saltarán de los durmientes como pavesas encendidas a la orilla del peralte.

Las estaciones serán abandonadas, desmanteladas, olvidadas. Rematarán los trenes como bagatelas; como fierro viejo venderán las monumentales locomotoras negras, como chatarra, como escoria; ellas que fueron catedrales de las distancias, estrepitosos caballos de metal atravesando las llanuras, fuerza del paisaje.

Las desarmarán como a juguetes inútiles a las locomotoras heroicas; las venderán por piezas sueltas, a tanto el kilo de fierro, el kilo de bronce, el kilo de acero. Algunas se quedarán por ahí echadas lastimosamente; sus carcasas yacerán bajo el sol lo mismo que caparazones de bestias antediluvinas. Desarmarán los coches de tercera y en sus ventanillas geófagas los postes del telégrafo ya no correrán nunca más hacia atrás, hacia el regreso.

Desaparecerá el tren intrépido, lo venderán la mejor postor, y los pobres maquinistas de gorras con viseras de celuloide se quedarán en tierra sin saber qué carajo hacer con sus vidas, se quedarán llorando como capitanes sin barcos, se quedarán llorando junto a los fogoneros, a los conductores, a los bonachones jefes de estación, a los guardagujas con sus inútiles lamparitas verdes y rojas; todos se quedarán como asonambulados, como elementados, como esqueletos de vacunos mirando largamente el espectro de un tren corriendo en las líneas oxidadas de su memoria”.

¡Qué final amigos, para tan insigne obra!. Lean los libros de Rivera Letelier, en ellos están todas las lecciones de la Universidad de la vida, lo que no se enseña en ninguna casa de estudios superiores del Mundo entero. En ellos está impregnada a fuego nuestra cultura idiomática, tan pródiga en sus particulares términos, con un rico léxico popular que va quedando inevitablemente olvidado por el tiempo….entonces pensé……. debo visitar el Museo Ferroviario en Temuco. Allí está ella, la alicurca, la zoronda, la más chimbiroca, la más recordada de las “locomotoras de montaña”, reposando ahíta de cariño y afecto de los viejos maquinistas que aún quedan y la visitan para acicalarla, pulir sus finos bronces y limpiar sus fogones. Ella que arrastraba solita “El Rápido” de Puerto Montt a Santiago, con sus largos y estilizados carros dormitorio, salón, primera, segunda y antiguamente tercera clase.

Amigos, siendo un pebete de 9 años y mi padre maquinista de FFCC del Estado, tuve muchas oportunidades de conducir durante cortos trayectos de maniobras de patio esta singular preciosura, de sentir cómo, bajo el movimiento de mi pequeña mano en la palanca principal aplicando el vapor, ella se movía arrastrando a horcajadas los vagones de carga. Resoplando fragorosamente para con su titánica fuerza imprimirle movimiento a los pesados convoyes en las vías de maniobras.

Estos enormes caballos de metal, estas hermosas locomotoras de veloces prontuarios, están dormidas, protegidos sus cuerpos del oxidante arestín con que el tiempo va tiñendo y carcomiendo las bestias de metal. Somnolientas, embalsamadas algunas para que las generaciones posteriores puedan admirar su belleza y gloria, pero también…………como la cigarra, esperando el momento para brotar, para emerger cuán Ave Fénix a las efímeras vías del futuro, o quizás sólo en las mentes de quienes compartieron su glorioso pasado.

Héctor Alarcón Carrasco

Escritor e investigador. Especialista en Historia Aeronáutica y Ferroviaria. Autor de diversos libros.

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