El palanquero, más conocido en la jerga ferroviaria del siglo pasado como “El palanca”, fue todo un personaje en los trenes tanto de pasajeros, como de carga, en la antigua Empresa de los Ferrocarriles del Estado.
En efecto, a la Ley de administración de los Ferrocarriles del Estado, de 4 de enero de 1884, le precedió un extenso reglamento de 593 artículos, de cuyos afectos casi una veintena tenían relación directa con este cargo, uno de los últimos en el escalafón, pero uno de los principales cuando de seguridad de los trenes se hablaba.
El primer artículo definía su mision bajo las ordenes del conductor y encargado del manejo inmediato de los trenes, del buen uso de las señales, de las lámparas, depósitos de agua y aseo de los lugares secretos del tren.
El segundo artículo disponía que siempre en el último carro del tren, debía encontrarse un palanquero, el que después de detenido el tren y aplicar los frenos a su carro, debía efectuar lo mismo con los demás.
Su misión, por la visibilidad de su trabajo a la intemperie, de pie sobre el último vagón, se hizo familiar a los viajeros y quienes la desempeñaban debían ser personajes de cuero duro, resistentes al áspero frio y al viento que en muchas oportunidades, unido al vaivén de los trenes, terminaron con el palanquero muerto sobre las vías.
Visión infortunada del roto de nuestros ferrocarriles y cuya misión se terminó solamente con la llegada del freno automático. No obstante la denominación persistió en Ferrocarriles, pero ya con la misión de señales y su experticia en el armado y desame de trenes.
Uno de ellos, el poeta de Arauco Samuel Lillo, en sus continuos viajes por ferrocarril, conoció los desvelos de este personaje, que en cada uno de sus viajes arriesgaba su vida por el buen éxito de de su actividad.
Poeta de nota y persistente observador escribió el poema “El Palanquero”, que formó parte su libro “Canciones de Arauco”, editado para el Centenario de nuestra República por la Imprenta Universitaria.
Como una forma de recordar los 140 años de la creación de la Empresa de los Ferrocarriles del Estado, Chile Crónicas entrega completo este poema, que nos retrotrae a aquellos lejanos años y nos hace recordar a este personaje olvidado de nuestra existencia ferroviaria.
Este trabajo vinculado a una de las actividades del Roto Chileno, por la dureza de su actividad, no dejaba de ser conocida y hasta vista con simpatía por diversos actores de nuestra sociedad, de principios del siglo XX.
EL PALANQUERO
Samuel Lillo Figueroa
Con la vista hacia adelante,
solitario y silencioso va de pie,
entretanto que cual sierpe sibilante
al través de las campiñas corre el tren
y parece su fantástica figura
en la cima del movible pedestal
una inmóvil escultura
que el paisaje está mirando desfilar.
Cuando en medio de la noche con sus roncos resoplidos
que resuenan en los campos y en la aldea,
el tren pasa tremolando en la empinada chimenea
su penacho de volcán
y horadando la montaña o salvando la barranca,
en el mar de las tinieblas
va a perderse como un negro Leviatán.
Con la mano en la palanca
circundado por el humo i por las chispas,
entre el polvo que el convoi alzando va,
en su puesto, el palanquero
como un héroe siempre está.
Olvidado de sí mismo
sin más mundo que aquel techo del vagón,
es un músculo de carne palpitante
que en el férrico organismo
del gigante
la miseria por su mano colocó.
Impacientase el viajero
en el coche por llegar a la ciudad,
y allá arriba el palanquero
no se apura por el fin de la jornada:
no le importa, siempre a tiempo ha de llegar.
Bien lo sabe el desdichado
que es un paria aventurero a quien no aguardan
ni los besos de la amada
ni la llama del hogar.
Que en amores
es tan pobre como en goces y en dolores;
él no tiene como el cóndor arrastrado por los vientos
en el hueco de un peñasco su nidal;
él no tiene como el rústico labriego,
como el mísero gañan,
unos brazos amorosos o algún seno do en sosiego
la sien pueda reclinar;
este errante peregrino
que parece una alimaña,
perseguida, correteando sin parar,
no ha podido detenerse en el camino,
como el rústico labriego en la montaña
como el cóndor en el hueco peñascal.
Ni lo bello ni lo bueno impresionaron
nunca su alma recogida en su animal.
Las fatigas y trabajos que sus manos maltrataron,
deprimiéndole la frente,
destruyeron en su fuente
la luz pura de la llama intelectual,
como aquella mano torpe que destruyó el recipiente
de la lámpara y apaga
sin quererlo el luminar.
I hoi los montes, i los valles i los ríos
van pasando por sus ojos inconscientes
desdeñosos i sombríos
que contemplan i no ven
como cruzan los paisajes del camino
por los vidrios transparentes
del fanal que lleva el tren.
I por eso, ya de noche ya de día,
entre brumas o besado por el sol,
azotado por la lluvia o por el viento,
siempre en raudo movimiento
siempre atado a su prisión,
no medita, ni se aflije, ni sonríe;
que la urna miserable de su cuerpo va vacía
sin que sienta la alegría
ni el dolor.
Si la entrada de algún túnel o de un puente
no le ha abierto ya la frente,
si ha escapado
de los tumbos del peñasco que ha rodado
al empuje del turbión,
en un foso de la vía
cualquier día
dejarán su cuerpo exangüe
mutilado por un choque del convoy,
con la misma indiferencia con que arrojan
algún hierro por inútil o la escoria del carbón.
Cuando miro tu existencia fracasada,
tu abandono, tu miseria i desnudez;
cuando veo que al final de tu jornada
has llegado sin saberlo, como el tren;
cuando veo que tu nombre,
que tú sueles muchas veces ignorar,
solo pasa por el ancho libro humano
como el rastro del gusano
que los vientos o las cascos de las bestias borrarán,
compadezco oh! palanquero
errabundo y automático viajero,
que al abismo
de ti mismo
no has podido tus miradas dirijir,
mas que todas tus miserias, tus harapos y tu suerte,
compadezco tu alma inerte
que jamás ha despertado nadie en ti.
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