Por: Ana María Soto
De la memoria que ya se hace frágil, lo único que quedaba para contar era la ruta y gran periplo de aquel antiguo, pero no menos bello mueble.
Había partido una mañana muy temprano junto a unos grandes muros de cajones fruteros, maletas de cuero de vaca, otras de mimbre, vetustas lonas, ropero militar. (Ni pensar en que serían de noble cuero. Esas eran para otros viajantes). El fino esquinero, la descomunal foto de la imponente madre, el macizo catre de madera, sus gruesos colchones, (libros también le llamaban) de reciente escarmenada lana, permanecían dispuestos en los andenes a la espera del carguío. Iniciarían así el recorrido hacia aquella novel ciudad, apenas esbozada que se auguraba promisoria, bullente, ávida de comerciantes expertos como era ella, la Emilia. Por algo se “arrejonó”, decían las vecinas; partir sola en busca de nuevas oportunidades, se diría ahora. No tenía por qué ni para qué. La cocinería de Margarita, su madre, fue la mejor de Chillán Viejo. (El patrimonio heredado era importante). La visitaban sólo los altos oficiales del vecino regimiento. Por ellos supo que, hacia el Sur, había nacido una nueva unidad y que tendría un muy bien aspectado futuro.
Eran tierras muy fértiles decían, está llegando mucha gente. Muchas bocas que comprarán mucha fruta, verduras, que era lo que ella tan bien conocía y negociaba. La madre la había instruido, adiestrado el ojo para escoger lo mejor de entre las largas filas de carretelas que se instalaban fuera de la cocinería familiar. Era su rol. Abastecer a diario el menú de la cocina. Ya con tanta expertiz, se aventuró a enviar cajones al sur, ¿luego carros completos y por qué no? Ella misma en persona, ojo avizor, al frente de sus envíos. Los coches bodegas del reciente iniciado ferrocarril estaban disponibles para ella, tal era su fama.
Tomó una decisión. Una vez cerrada la cocinería, vendida la propiedad, otra vida comenzaría. Aún estaba fuerte y con esa tremenda determinación que no se condecía con su minúsculo porte, rumbo a lo que llamaban frontera, partieron.
Ya a bordo, mientras la máquina se adentraba entre tupidos follajes en monocorde cadencia, observaba con indisimulado temor el imponente Bío Bío. Hasta el tren parecía temerle. Apenas se movía, lento, cauteloso. El transbordo había permitido un poco de tranquilidad a los viajeros. Cuando hay ansiedad todo se hace más lento y la expectación ahora, era el Malleco. El Viaducto. Ahí el tren se detenía- las mujeres se persignaban, rezaban, los hombres fumaban, cualquier cosa podía pasar…- al mirar por los sucios vidrios apenas si podían observar desdibujados paisajes allá muy al fondo… Luego de seis horas incómodas en duros carros de tercera, angostos, malolientes, llegaron a destino.
La creciente ciudad era fría, húmeda, oscura. Quiso echar pie atrás pero no, pensó. Eran demasiados los bultos y junto con ellos las esperanzas, los sueños. Nuevas hojas de este reciente cuaderno que se abría para ella, su recién casada hija, su yerno – sobrino y la vivaracha chiquilla que también se agregó a la comitiva, como una más de la pequeña caravana.
La casucha, si es que se puede llamar así, no era ni la sombra de lo que habían dejado en Chillán. Ni las calles. Todas de tierra, barro más bien, producto de constantes llu vias, pero lluvias, lluvias. Algunas, muy pocas, con gruesos maderos y por doquier grandes bocarones donde habían quitado uno y mil de aquellos grandes y gruesos árboles, selva no más hasta entonces. A esto le sumaban animales a diestra y siniestra, carretas, y un sinfín de lenguas distintas, ajenas absolutamente para ella y su grupo. Hasta entonces todo su bagaje era el escuchar a un grueso contingente (los vecinos del regimiento) sus marchas, taconeos y una que otra voz de mando que más de una vez rompían la monotonía del vecindario. De día, de noche, la cosa cambiaba. Era música, alcohol y humo. Pero, eso quedó atrás. Aquí había que aprender a entender a estos nuevos vecinos. Suizos franceses, turcos, franceses, alemanes, ingleses y la incomprensible letanía del mapuche… este era su nuevo destino. Atrás quedaron sus recuerdos, amores, esos que no quisieron darle el apellido a ninguno de sus hijos. Si no hubiera sido Margarita tan querida por los oficiales no habría podido su hijo el Román ingresar al regimiento. Sin los dos apellidos, un guacho cualquiera no está a la altura de insignes soldados. La guerra había dejado en el aire un escalafón de superlativa superioridad en los regimientos de todo el país.
Fue visionaria, dirían hoy en día. Quizás porque las avecindadas familias de colonos no compartían sus recetas con extraños, o porque muchos de los militares y centenar de trabajadores llegaron solos, abrir una cocina aquí en la frontera se dio no más. Traía una buena escuela. Los chillanejos gustaban de la buena mesa; eso lo sabía. La cocina fue creciendo en ollas, potajes y fueron muchas las manos que se necesitaron para cubrir las necesidades de tantos comensales. Hasta los tímidos mapuches se hicieron sus clientes. Se hizo famosa. Doña Emilia y su vaivén de viandas. Años ha la recordaban por sus exquisitos estofados de San Juan a los que agregaba aceitunas negras; sus apreciadas empanadas desconocidas hasta entonces. Hubo de traer la vieja cocina de gigantesco horno, tantos eran sus encargos. La fina masa y tantos aliños no conocidos le dieron la fama. Al instalarse la nueva recova – el anterior databa del año 1894 – ahora denominado mercado municipal, (1946) intuyó que una pensión le daría nuevos aires. Con los sobrantes de comida, tendría cerdos, también criaría diversas aves, gansos y pavos. Había tantos santos, que le encargaban las mejores viandas. Estofados para los Juanes, para los Luises pavos asados. A las Carmeles asados a la olla, y los sabrosos patos para tantas Rositas que conocía. Arrendó, por tanto, una gran casona con multitud de piezas para albergar a cuanto trabajador llegaba, ya al ferrocarril, a los productivos campos, a nuevas edificaciones públicas, la incipiente modernidad. Eran tantos los pensionistas que a algunos los llamaban por el lugar de procedencia, recuerdo al Collipulli y al maestro Pua.
En la oscura casona la presencia del retrato, la caja y el esquinero, le recordaban de vez en cuando, de cuando en vez, quién era; la transportaban a su distinguido Chillán.
Volvió a romancear a sonreírle el amor. Es lo que creyó; la codicia de ojos que no supo avizorar la enamoraron, pero volvió a quedar sola, esta vez, sin hijos, aunque claro, sin ahorros y sin su mejor cocinera. Hasta la tumba de la difunta pagó la pobre abuela sin saberlo. Se las traía el viudo aquel…
Ana, su hija, no lo pasó mejor. Quedó viuda prontamente. A Regina, su ahijada, en el amor no le fue mejor. En la medianía de sus vidas estas tres mujeres estaban absoluta y dolorosamente solas. A las primeras, se les avinagró el carácter. A todas se les cayeron los ojos de tantas lagrimas vertidas. Otra, Ana, ésta de la tercera generación, el sino la siguió. Quizás, mutó. Dejémoslo ahí.
Al morir Emilia, sus preciados bienes caja y esquinero, rodaron, rodaron por muchas historias, otras gentes que no se explican cómo pueden ser dueños de tan valioso artículo, cuya procedencia es total y absolutamente desconocida. ¿Claramente es del siglo anterior, de ello no hay duda, perteneció a algún soldado del regimiento 8° de línea de Chillán (1881), fue pago de amores? fue conchaveo?
Algunos muebles como las casas guardan entre sus maderas las historias de sus dueños; esta guarda entre su fino ensamblaje la de cuatro generaciones.
¿Habrá quien escriba las siguientes?
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